Era el mes de diciembre de 1531, diez años solamente después de la conquistada Tenochtitlan por los españoles, cuando la santísima Virgen se apareció al indígena Juan Diego en el cerro del Tepeyac. Lo nombró su embajador ante el obispo, fray Juan de Zumárraga, para que le construyeran un templo, o mejor, como le dijo ella: “una casita”. La prueba de que las palabras de Juan Diego eran ciertas fueron las rosas que llevó en su tilma y la preciosa imagen que apareció dibujada en ella. La santísima Virgen es nuestra Madre. Toda la historia de Juan Diego y de las apariciones de la Virgen están fundadas en una constante y sólida tradición.
Mucha tinta ha corrido en los últimos siglos sobre este tema tan fascinante del acontecimiento guadalupano, como muchos así le llaman. Unos a favor y otros en contra. Unos “aparicionistas” y otros “antiaparicionistas”. Lo que nadie duda es que Guadalupe ha significado un antes y un después para la nación mexicana. Prácticamente aniquilados los poderes de los pueblos indígenas por el conquistador español, poco o casi nada quedaba de las expresiones que los pueblos originarios mantenían en sus comunidades. Sus dioses, ritos y demás ceremonias habían pasado, en caso de practicarlas, a la clandestinidad. La religión del conquistador se imponía por doquier. Los ritos religiosos ancestrales pasaban a un segundo término, dando lugar a la religión oficial traída por los conquistadores. Sin embargo, los planes de Dios eran otros para este pueblo que como bien dicen los textos litúrgicos invocando la misericordia de Dios: “has puesto a este pueblo tuyo bajo la especial protección de la siempre Virgen María de Guadalupe”.
Si bien el culto a la santísima Virgen de Guadalupe entre los pueblos originarios se va haciendo extensivo a lo largo de los años, antes de que así fuera, había surgido una nueva raza: la criolla. No cabe la menor duda de que esta nueva raza difícilmente se podía identificar con sus ancestros indígenas y menos con los conquistadores. Entonces, ¿con quién se podría identificar? Y es ahí donde entra María de Guadalupe, la nueva Tonantzin. No es el momento de hacer aquí una explicación de los rasgos y características de la imagen plasmada en la tilma de Juan Diego, pero de sobra son conocidos todos los elementos y símbolos de la cultura indígena que se hallan plasmados en la bella imagen. María de Guadalupe les da nueva identidad a aquellos surgidos del encuentro de dos razas. De ahí que no es difícil escuchar a muchos mexicanos decir: “aunque no soy católico, soy guadalupano”. Guadalupe es más que una “religión”. Es una síntesis del surgimiento de un nuevo pueblo.
Hay un texto en el evangelio de Lucas que siempre es bueno reflexionar porque resume el sentido de los inicios de nuestro caminar en la fe (Lucas 1,39-48). María, después de haber recibido el anuncio del ángel de que sería la madre del “Salvador” y enterándose de que su prima Isabel estaba esperando un hijo, se encamina presurosa a visitarla y ayudarla. El encuentro entre las dos mujeres es maravilloso y la escena conmovedora. Dos mujeres que conversan sobre lo que están viviendo en lo íntimo de su corazón. No cabe duda de que la vida cambia cuando es vivida desde la fe. María “saluda” a Isabel y su saludo llena de paz y de gozo a toda la casa. Hay muchas maneras de “saludar” a las personas. María trae paz, alegría y bendición de Dios, como lo hizo con Juan Diego, aunque en un primer momento tuviera dudas, algo normal en toda condición humana.
María e Isabel llamadas a colaborar en el plan de Dios. Las dos van a ser madres. No hay varones. Zacarías ha quedado mudo. José está sorprendentemente ausente. Son ellas las que ocupan toda la escena. Algo nos quiere decir todo esto en una sociedad “patriarcal” donde la mujer ha sido orillada y en muchos casos, esclava de tradiciones y culturas que nada tienen que ver con lo más sagrado de la persona: su dignidad. La imagen de María brilla con unos rasgos más genuinos que muchos otros que le han sido añadidos a lo largo de los siglos a partir de invocaciones y títulos alejados de los evangelios. Señalamos algunos de estos rasgos.
María, “la madre de mi Señor”. Así lo proclama Isabel a gritos y llena del Espíritu Santo. Los primeros cristianos nunca separaron a María de Jesús. Son inseparables. De ahí arranca toda su grandeza. Dios viene a nosotros como uno más, se encarna en el seno de una mujer porque nos ama y quiere enseñarnos a vivir una vida plena (Juan 1,14).
María, la creyente. Isabel la declara dichosa porque ha “creído”. María no es grande simplemente por su maternidad biológica, sino por haber acogido con fe la llamada de Dios a ser Madre del Dios por quien se vive, como le dice a Juan Diego. Ha sabido escuchar a Dios; ha guardado su Palabra dentro de su corazón; la ha meditado; la ha puesto en práctica cumpliendo fielmente su vocación. María es madre creyente.
María, la evangelizadora. Cuando hablamos de evangelización muchas veces pensamos en catecismo y doctrinas de la Iglesia. Pero no es eso únicamente. Evangelizar es llevar el proyecto de Jesús a los que más nos necesitan, es decir, los pobres, los desheredados del sistema, los parias de la sociedad. En otras palabras, evangelizar es humanizar. Donde María va se convierte en portadora de humanidad al llevar a su Hijo Jesús.
María, portadora de alegría. Ella ha sido la primera en escuchar la invitación de Dios: “Alégrate… el Señor está contigo”. El hombre y la mujer de fe son portadores de alegría. María comunica la alegría que brota de su Hijo Jesús. En una sociedad marcada por el desencanto y la frustración, hoy más que nunca, María nos invita a ser testigos gozosos en un mundo ensombrecido por el miedo y el dolor de la enfermedad que padecemos.
A veces pensamos que ser hombres o mujeres de fe es afirmar que uno cree en Dios y que cumple las normas que las religiones imponen, pero poco nos preguntamos en qué Dios creemos. Porque la fe es una actitud viva que nos mantiene atentos a Dios, abiertos cada día a su misterio de cercanía y amor a cada ser humano. De ahí que una manera de amar que hemos de recuperar en nuestros días consiste en “acompañar a vivir” a quien se encuentra hundido en la soledad, bloqueado por la depresión, atrapado por la enfermedad o, sencillamente, vacío de alegría y esperanza.
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